Basado en una horrible pesadilla
- Sandra J.M
- 23 dic 2021
- 4 Min. de lectura
No sabría decir cuánto tiempo llevo aquí. Pierdo la noción del mismo entre cuatro paredes. Mi secuestrador me tiene encerrada día y noche en un pequeño habitáculo donde me trae comida tres veces al día, un minúsculo baño donde no puedo entrar sin su consentimiento y una enorme cama donde he vivido más pesadillas que sueños.
Cada noche, desde hace quizás cinco semanas, la peor parte de mi cautiverio se hace realidad. Mi verdugo monta sobre mi cuerpo que él mismo desnuda y descarga su ira sobre mi vientre, buscando plantar su asquerosa semilla en él, con la esperanza de traer una nueva vida a este mundo sin escrúpulos.
Como dije antes, llevo aproximadamente cinco semanas aquí, por lo que cuando mi periodo llegó, mi anfitrión maldito me golpeó en todo el cuerpo haciendo crujir mis huesos hasta que se quedó a gusto, debido a su frustración por no conseguir su objetivo vital.
He intentado escapar de aquí, por supuesto, pero soy una chica de metro sesenta de altura y apenas cincuenta y cinco kilos. A mis veintiún años, jamás me había enfrentado a una situación semejante. Me quitaron mis pertenencias y mi teléfono, por lo que mi familia, amigos y mi novio, jamás sabrán dónde me encuentro y qué ha pasado conmigo.
Al principio intenté escapar y, en esos intentos, descubrí que el lugar donde me encerraban era una especie de cárcel gris rodeado de campo vallado hasta donde alcanzaba la vista. Logré ver a más mujeres que, como yo, estaban corriendo la misma suerte y vistiendo los mismos andrajos marrones. Vagaban por el patio, con más libertad que yo. Algunas tenían un vientre abombado, por lo que ellas habían sido sentenciadas con la condena de la que yo me había librado por ahora.
Por supuesto, una suerte de guardas de seguridad que vigilaban con dientes y uñas a las jóvenes del patio exterior, me cazaron en mi intento de fuga y me lanzaron a mi celda una vez más, donde mi cautivador me propinó una paliza, aunque no tan fuerte como la mencionada anteriormente. Pasaron unos días hasta que me repuse de mis heridas, que volví a intentar escapar, pero también fueron en vano y me gané el castigo de encadenarme a la cama. Después de eso, los días se convirtieron en noches, y las noches en pesadilla. Las continuas violaciones dejaron de serlo, pues ya no me resistía. Simplemente me tumbaba con los ojos cerrados y la mente vacía. Mis recuerdos se desdibujaban con cada movimiento del colchón, con violencia, con furia. Echaba de menos los besos de mi pareja, las risas de mis amigos y los abrazos de mis padres.
Mi secuestrador, que se llamaba George pero me obligaba a llamarle señor, se reía de mis lágrimas, de mis intentos de fuga y de rostro dolorido después de cada noche que él vivía con pasión. Pero gracias a ello, conseguí ganarme algo de su confianza y pude un día, cuando se relajaba a mi lado, después de dejar su asquerosa semilla dentro de mí, desnudo y medio dormido, sacarle información.
Descubrí que allí nadie me encontraría, pues la ubicación estaba fuera de todo mapa, oculto a todo satélite y GPS. Era una especie de secta religiosa que buscaba traer vidas al mundo a las que inculcar sus valores, y necesitaban para ello niñas y jóvenes sanas. No tenían un por qué de la selección. Captaban chicas sanas y se las llevaban. No les tenían miedo a la sociedad, ni a la policía, ni a sus familias. Estaban súper seguros de que jamás serían descubiertos.
Esa conversación terminó con George dormido y yo mirando al techo con lágrimas secas en las mejillas y un dolor indescriptible en el pecho que me dejó con náuseas hasta el amanecer, cuando el monstruo me daba un azote en la nalga derecha, siempre en esa. Riéndose con sorna, se vestía lentamente mirándome con superioridad y se marchaba dejándome allí hasta el desayuno.
Me aproveché de su confianza cada vez más profunda en mí y cada vez me contaba más y más cosas. Pude hacerme un mapa mental de las instalaciones y sus pasillos, para localizar cuando por fin me dejó salir al patio con las demás, dónde se encontraba la habitación repleta de taquillas con nuestras pertenencias robadas.
En un momento de despiste, unos minutos después de la merienda, me colé en los pasillos y llegué de puntillas y descalza hasta aquella habitación, que como me había imaginado por las explicaciones de George, estaba sin vigilancia y sin cerrar. Entré y me tiré al suelo, gateando hasta encontrar mi taquilla, numerada con nuestras iniciales. S.J. Allí estaba, Sarah Jones. Las taquillas se abrían con una contraseña, como una caja fuerte, introduje mi fecha de cumpleaños como primer intento y se abrió. Mi móvil estaba al fondo, tapado por mis zapatillas Nike y mis vaqueros rasgados. Apagado, lo encendí a prisa y tirándome al suelo con la respiración tan acelerada que creí que los pulmones se saldrían de su sitio.
En cuanto lo encendí, una avalancha de notificaciones inundaron la pequeña pantalla. Mensajes de texto de amigos, familia y pareja llenaban el buzón de entrada, y miles de llamadas perdidas se repartían por la barra de avisos del teléfono. Busqué con dedos temblorosos el número de la policía y de mi madre, pero un mensaje inesperado de mi novio asaltó la pantalla y cliqué sobre él. “Sarah ¿dónde estás?” La angustia me asaltó y me lancé a la aventura mandando un mensaje de voz, con la desdicha de que pudieran encontrarme al hablar, pero poco importaba.
Con tartamudeos y voz temblorosa relaté en treinta segundos mi desventura y le dí a enviar. La señal azul indicaba que había sido escuchado, pero el azul se transformó en negro pues me habían encontrado como era de imaginar. Las lágrimas se escaparon de mis ojos no sé si por el dolor del golpe o porque desconocía mi destino. En un último intento por salvar mi única oportunidad de escapar, apagar el teléfono y evitar que ese mensaje fuese eliminado para siempre.
Y entonces, me apagué yo.
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